Fotografía de Alec Favale en Unsplash
Por Alejandro Pabón Investigador de Temblores ONG
@alejorp21
En Colombia es más fácil ver la cara represiva y violenta del Estado que la cara social y solidaria. Tras más de un mes de iniciada la emergencia sanitaria, y unas semanas de cuarentena nacional, los casos de violencia policial y abuso de autoridad en el país se han visto en repetidas ocasiones, a la vez que las críticas y dificultades en los programas de asistencia social han sido la constante. La cuarentena ha afectado la economía de muchas poblaciones y, como suele pasar, las personas más vulnerables son las primeras en salir afectadas y a la vez, las menos protegidas. En Bogotá, las calles vacías sin peatones transitando afectan primordialmente a aquellas personas que trabajan en la calle o cuyos sustentos dependen del desplazamiento de otras: trabajadoras sexuales, vendedores ambulantes, habitantes de calle y migrantes. Al no haber tránsito para unos, escasea el pan para otros.
La emergencia sanitaria ha arrastrado consigo un incremento de la crisis social y económica que ya existía en Colombia. Según el DANE, en los primeros meses del año la tasa de desempleo fue del 12%. Esta institución también mostró que, para febrero de este año, casi la mitad de la población ocupada o empleada (el 47,9%) se encontraba en la informalidad. Dentro de esta tasa de informalidad están, entre otras, todas las economías callejeras que, contando solo vendedores ambulantes, son al menos 100.000 personas, sin agregar acá las otras actividades productivas o de sustento que dependen de la calle. Estas economías callejeras, al ser informales, están desprotegidas, pues no se rigen por contratos que garanticen seguridad social y a la vez fueron de las primeras en desactivar sus actividades tras la cuarentena.
De esta manera, las personas que viven de economías callejeras son las primeras en sentir hambre, y como es de esperarse, también en manifestarse y exigirles garantías para la cuarentena a las instituciones. El día 24 de marzo, último día del Simulacro por la vida que tuvo lugar en Bogotá, y sin siquiera haber empezado la cuarentena nacional, ocurrió un plantón de vendedores ambulantes, migrantes venezolanos, habitantes de calle y trabajadoras sexuales en la Plaza de Bolívar, que posteriormente fue dispersado con aturdidoras. Las pancartas más impactantes del plantón fueron aquellas que decían: “preferimos morir de Covid que de hambre en la casa”. Si bien en los últimos meses y años estábamos acostumbrados a las protestas por derechos específicos que el Estado debe brindar a toda su población, ahora esto cambió: la protesta ahora es por el hambre. El trapo rojo colgado en la entrada de las casas de sectores como Ciudad Bolívar, Suba, Bosa, y Soacha, como símbolo de hambre y de protesta, empezó a ser una constante en la ciudad. Hoy por hoy, el escenario de la protesta es otro: con tan solo salir de la casa se pone en riesgo la salud y, quien lo haga, incurre en algún tipo de falta precisada en los interminables decretos proferidos por el gobierno nacional y los gobiernos locales. Sin embargo, el hambre sigue, y supera cualquier decreto, y por ende las protestas continúan.
Ante la crisis socioeconómica causada por la emergencia sanitaria, el gobierno decidió crear el programa Ingreso Solidario que consiste en hacerle llegar $240.000 a las familias más afectadas. Lograr esto es un reto enorme, más aún para estados como el colombiano que no están tan acostumbrados a brindar asistencias sociales tan masivas y rápidas. En el proceso de hacer llegar estas ayudas ha habido varias dificultades. Muchos beneficiarios ni siquiera se encuentran bancarizados, lo cual es un problema porque este es el medio para hacer llegar el ingreso. Tan solo en Bogotá, para muchos vendedores y vendedoras ambulantes, el gota a gota que pasa cada semana con su planilla por sus puestos es lo más cercano que han estado a un sistema bancario o de préstamos. A la vez, no ha sido fácil hacer llegar el ingreso a las personas que lo necesitan, pues muchas personas no tienen cómo enterarse de que salieron beneficiarias, porque no tienen fácil acceso a internet o ya no tienen el número de celular con el que están registradas en las bases de datos del SISBEN. Por otro lado, este ingreso no está dirigido a quienes ya hacen parte de otro programa social (familias en acción, adulto mayor, etc.) lo cual ha dificultado destinar el ingreso, pues hay personas que serían beneficiarias según su nivel en el SISBEN, pero ya pertenecen a otro programa social. Esto evidencia una dificultad estatal para leer a su población, y también una torpeza para llegar a ella y brindarle ayuda.
El antropólogo James Scott ha escrito ya de la dificultad del Estado de leer a sus ciudadanías menos sedentarias. En Colombia se puede pensar que esas ciudadanías menos sedentarias son, en parte, aquellas que dependen de las economías callejeras, que habitan la ciudad moviéndose mientras rebuscan su sustento y escapan del tombo que las está sacando de la calle. También se puede pensar en quienes no solo se desplazan dentro de las ciudades, como en los migrantes o las víctimas del conflicto armado, entre muchos otros. Muchas de estas poblaciones, además de ser de difícil lectura para las lógicas estatales, ni siquiera entran en los requisitos para el Ingreso Solidario o no existen en las bases de datos del SISBEN: no existen para el Estado. Parece, entonces, que entre más vulnerable sea una población, más invisible es para él Estado, lo cual inevitablemente la pone en una situación de mayor vulnerabilidad. Mientras continúa la dificultad y la torpeza del Estado para mostrar su cara solidaria y social, y así lograr asistir a quienes más lo necesitan, el hambre no da espera y las tensiones sociales siguen aumentando. Tensiones que van desde protestas pacíficas e incumplimientos en la cuarentena por salir a rebuscarse el diario, hasta, lamentablemente, saqueos en supermercados.
Sin embargo, la cara represiva y violenta del Estado no es tan lenta y torpe como la cara solidaria y social. De hecho, es la más entrenada y la que más estamos acostumbradas a ver. Ante los brotes de tensión social nombrados arriba, la reacción policial ha sido inmediata y, con ella, los casos de violencia y abuso de autoridad han sido recurrentes. Desde Temblores ONG hemos podido registrar en nuestra plataforma GRITA (próximamente disponible) algunos de los casos ocurridos a nivel nacional. Abuso sexual, excesivo uso de la fuerza, represión y conducciones injustificadas, entre otras, han sido las constantes en el accionar de la fuerza pública. Una de las tendencias que más nos preocupan es que 15 de los 20 casos de violencia policial registrados en Bogotá han ocurrido en barrios periféricos o de estratos 1, 2 o 3, es decir, el 75% de los casos han sido hacia poblaciones vulnerables.
Lo lamentable acá es que se está reafirmando algo que ya se sabía, solo que ahora es más evidente: tenemos un Estado mucho más rápido y eficiente para la represión y la violencia, que para la solidaridad y la asistencia social. Es desesperanzador que, ante la torpeza estatal de llegar a sus ciudadanos y brindarles ayuda a quienes más lo necesitan, la respuesta sea mostrar la cara más violenta del Estado. Es escalofriante ver la rapidez con la que llega el Esmad o la Policía Nacional ante una protesta versus la lentitud de llegada de las ayudas alimentarias. La violencia policial en tiempos de Covid-19 se vuelve un problema más para las instituciones que, en medio de la respuesta a la crisis sanitaria, deberían dirigir sus esfuerzos para brindar ayuda a quienes lo necesitan, que a la vez parecen ser los más afectados por los abusos policiales. Por esto, ante la lentitud institucional para sancionar a quienes abusan de su poder policial, urge la necesidad de que esta sea contagiada por la rapidez con la que el Esmad y la policía llegan a ejercer la fuerza y la violencia. Para atacar un problema tanto institucional como estructural se puede empezar por prevenir el abuso policial imponiendo sanciones contundentes a quienes hagan uso injustificado e indebido de su poder policial.
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